El 17 de diciembre de 1999, a través de la resolución 54/134, la Asamblea General ha declarado el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y ha invitado a los gobiernos, las organizaciones internacionales y las organizaciones no gubernamentales a que organicen en ese día actividades dirigidas a sensibilizar a la opinión pública respecto al problema de la violencia contra la mujer
Se trata de una cita que ya deberíamos haber anulado hace mucho tiempo. Un día que no debería existir en el calendario de una sociedad moderna y desarrollada. Pero existe y, por desgracia, es necesaria. En lo que va de año, 69 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o ex parejas en España. Una realidad sangrante, vergonzante y tozuda. Una realidad que nos exige una respuesta contundente, el grito de las y los que estamos en el otro lado, el de la condena al maltratador y la protección de la víctima.
CARTA A UN MALTRATADOR
Querido Manolo:
Se me hace difícil elegir "querido" entre los adjetivos que leo sobre ti últimamente. En estos días, la gente que te conoce dice a la prensa cosas como que tenías un carácter serio, fuerte pero "cómo podíamos imaginar que iba a". Los vecinos más cercanos afirman que vuestra relación era "normal, nunca escuchamos nada raro". Yo sé que no fue así. En el entierro de Margarita me sentí cómplice. Qué irónico, ¿verdad? Me siento tu maldito compinche y tú - "me volví loco, no se lo que me pasó"- ni siquiera te sientes del todo culpable.
Siempre fue así, ¿recuerdas? Tu decías que le daba demasiadas vueltas a las cosas y yo, admirado por la pasión que ponías en cada palabra, te daba la razón. Poco a poco fui tomando como normal que silbaras a las chicas en la calle y le cortaras el paso con uno de tus bestiales piropos aprendidos de no sé dónde. Incluso las amigas más íntimas eran para ti, o eso decías, "cacho carne con ojos" cuyo único interés era si "tragaban" o no. Años de militancia con mujeres me salvarían de adoptar tu macabra filosofía, pero en las contadas ocasiones en que nos vimos durante aquella turbulenta época, mi preocupación era más contagiarte de mis ideas que debatir tus disparates. Al contrario, tus tretas y humillaciones hacia ellas te daban entre nosotros cierta aureola de prestigio.
Unos años después volvía al barrio y alquilé un piso debajo del tuyo. Coincidíamos en la peña y , una vez, salimos los cuatro a cenar; Margarita, callada, asentía cortésmente y tú sólo tenías oídos para mí y ojos para Elena. Una noche sentí ruidos en el piso de arriba, en tu piso, Manolo. Se oía una conversación violenta, "increscendo". No era la primera. Salí a la terraza, oí como un cristal roto y un rosario de ays- "¡Es Margarita!", pensé- me sobrecogió. Aunque los gritos aumentaban ya sólo se escuchaba la voz masculina y un llanto continuado. Me sudaban las manos, incluso hice el gesto de salir al rellano un par de veces pero me sentía paralizado por la complicidad y por el miedo. Levanté el teléfono, pensé llamar a alguien pero un portazo sacudió el hueco de la escalera. Alguien bajaba rápidamente mascullando maldiciones. Te vi pasar por la mirilla congestionad y fugaz.
Arriba los gritos habían cesado y yo respiré aliviado. Sólo si ponía atención podía captar un lamento que se apagaba. Dudé entre subir a interesarme por Margarita o bajar a buscarte. Al final me quedé en el sofá aplastado moralmente. Ni siquiera lo comenté con Elena cuando volvió a casa, ¡sentía tanto asco de Manolo... y de mí!
hubo más noches como aquella. Mi actitud contigo cambió. Empecé a rehuirte -mi segundo error-, esquivaba los bares donde podía encontrarte y buscaba excusas para no beber "la penúltima" contigo. Y la verdad es que te hacía falta hablar. Por días te dejabas ir, tu mirada había perdido aquella chispa de pasión y te encerrabas en un cerco de silencio. La última vez que te vi en la peña, los titulares del telediario anunciaban el asesinato de otra mujer. "Algo habrá hecho", dijiste mientras una bandada de sombras se te posaba en los ojos. Alrededor tuyo, un eco de asentimientos masculinos te devolvió, por unos momentos, unas gotas de autoestima. Era tu oscura forma de pedir ayuda pero y, una vez más, guardé silencio tragándome las razones que necesitabas oír.
La última vez que vi a Margarita fue unas horas antes de que la apuñalaras. Me había acostumbrado a verla con sus eternas gafas negras y la rebeca que llevaba para ocultar las marcas de tu tortura. Nos hacíamos "el cerco" mutuamente desde aquella noche. Me avergonzaba su cobardía y ella, no sé, supongo que veía en mí al colega de su verdugo. Subía la escalera a tu casa, a su particular cadalso de cada día.
Ni siquiera fui yo quien llamó a la policía al escuchar "¡Que me mata, socorro!". Sólo me atreví a mirar por la ventana cuando se llevaban el cuerpo de Margarita en una ambulancia cansina e inútil y tú salías esposado en otra dirección. Me rompí por dentro, Manolo. No he podido dormir desde entonces: sueño que soy el que está en la cárcel, el que da las puñaladas o quien agoniza en un charco de sangre. ¡Nunca más Manolo, nunca más! ¡Nunca más callaré en el bar cuando otro salvaje como tú justifique un crimen! ¡Nunca más evitaré su presencia!, la de otro Manolo como tú, por no enfrentarme a su violencia. ¡Nunca más dejaré que otra margarita llore sola en el piso de arriba! Una parte de mí, Manolo, estará eternamente encerrada contigo y otra parte murió con ella. La que queda dolorosamente viva tendrá siempre dos razones para ti y un refugio para ella. Otros, Manolo, se conjuran para que pagues tu crimen eternamente. Yo, hoy, sólo puedo llevar crisantemos a Margarita con la promesa de que nunca, nunca más, volverán a matarla con mi complicidad. Lo siento. Nunca más.
Juan
Espero que ninguna/o de nosotros tengamos que escribir algún día una carta como esta...